🌿 Esmeralda – Una reseña por Annesdy Tellado
Hay libros que uno no lee, sino que atraviesa. Hay libros que no se cierran cuando se terminan, porque siguen doliendo, resonando, latiendo adentro. Esmeralda, de Idelys Izquierdo Laboy, es uno de ellos. No es una simple colección de textos: es una catarsis hecha de palabras, una ofrenda de amor a la memoria, una manera de seguir respirando cuando la vida nos asfixia.
Desde la primera página se intuye que aquí no se escribe desde la comodidad, sino desde la pérdida. Desde la niña que perdió a su madre y no supo qué hacer con el vacío, más que llenarlo de versos, de imágenes, de mujeres que bordaban su dolor en silencio.
Esmeralda no encaja en una sola categoría. Es un libro de relatos breves y poesías entrelazadas, donde la autora juega con la memoria y el símbolo, con lo autobiográfico y lo ficcional. A veces leemos una escena familiar y cálida; otras veces, un poema que se convierte en llanto, en eco, en susurro.
El ritmo es suave, pero la carga emocional es intensa. Cada texto —ya sea en prosa o en verso— tiene la delicadeza de una confesión. Y, sin embargo, no hay sentimentalismo barato. Hay una nostalgia honesta, una ternura cruda, una belleza que no pide permiso.
Los personajes que habitan el libro son, en su mayoría, mujeres: madres, hijas, abuelas, amigas, niñas que recuerdan, mujeres que cuidan, otras que envejecen. “Casilda”, por ejemplo, es uno de esos relatos que se cuentan en voz baja, al borde de una cama, cuando ya no queda mucho tiempo.
La muerte es una constante. Pero no como tragedia, sino como presencia inevitable. Lo que conmueve no es quién muere, sino lo que no se dijo, lo que no se pudo hacer, las manos que ya no volverán a preparar café ni a trenzar el cabello de una niña.
Los poemas, a veces en verso libre y otras en prosa poética, son confesiones que no se atreven a ser relato, pero que tampoco quieren quedarse en silencio. Hablan del amor, de la soledad, del cuerpo enfermo, del deseo de volver a un lugar que ya no existe.
Hay uno que dice: “Escribo para no dejar de sentirme hija.”
Y en esa línea está todo. Porque este libro es, ante todo, un diálogo con la ausencia de una madre. Un intento de revivirla en la palabra, de encontrarla entre líneas, de que vuelva a mirar a su hija escribiendo.
No es un libro para pasar rápido. Es un libro para leer despacio, con el alma abierta. Para detenerse. Para llorar un poco si hace falta. Para recordar a quienes hemos perdido. Para agradecer lo que tuvimos. Para entender que, a veces, escribir es el único modo de decir “te extraño”.
En el epílogo —uno de los textos más sinceros que he leído— la autora se despide diciendo que ella es esa esmeralda perdida, que soñó en verde, que se alimentó de esperanza. Y uno, como lector, entiende que Esmeralda fue más que una figura literaria: fue su madre. Fue su niña interior. Fue su forma de seguir.
Y al final, Esmeralda no es solo un nombre ni una historia. Es una pulsación que queda flotando en la memoria. Es ese susurro que escuchamos cuando nadie más habla. Es esa parte de nosotros que aún necesita volver a casa, aunque sea a través de las palabras.
Leer este libro no es solo leer a Idelys. Es escucharnos a nosotros mismos recordando a quien amamos y ya no está. Es entender que escribir —como vivir— también es un acto de resistencia, de ternura y de amor.
Y cuando se cierra el libro, uno se queda en silencio. No porque no haya más que decir, sino porque todo lo que importa… ya fue dicho con el corazón.
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