El Motor del Amor
Era una tarde calurosa en el pequeño pueblo de San Valle, cuando el sedán gris de Diego decidió rendirse frente al taller mecánico local. Frustrado, bajó del auto y miró el letrero que decía "Mecánica Rodríguez". Con el calor del sol quemándole el cuello, suspiró y entró.
El lugar estaba impecablemente organizado, con herramientas brillando bajo la luz fluorescente. Tras el mostrador apareció Clara Rodríguez, una mujer de unos 30 años, con el cabello recogido en una coleta desordenada y un mono azul que tenía su nombre bordado en el pecho.
—Buenas tardes, ¿en qué puedo ayudarle? —dijo Clara con una sonrisa segura.
Diego la miró con una mezcla de incredulidad y desconcierto. No esperaba encontrar a una mujer mecánica, y sus prejuicios afloraron antes de que pudiera contenerse.
—¿Está el mecánico aquí? Mi carro está afuera y necesito que lo revisen.
Clara arqueó una ceja y cruzó los brazos.
—El mecánico soy yo, señor. ¿Quiere que lo revise o prefiere empujar el auto al próximo pueblo? —respondió con un toque de ironía.
Diego, avergonzado pero demasiado desesperado para discutir, cedió.
—Está bien... hágalo.
Clara salió con su caja de herramientas mientras Diego observaba desde un rincón. En cuestión de minutos, ella diagnosticó el problema.
—La correa del alternador está desgastada y necesita ser reemplazada. Tengo una aquí, pero tomará unas dos horas.
—¿Dos horas? —bufó Diego—. ¿No puede ser más rápido?
Clara se detuvo y lo miró fijamente.
—¿Quiere hacerlo usted? —dijo, dándole una llave inglesa.
Diego levantó las manos en señal de rendición.
—No, no... siga, por favor.
A medida que pasaban las horas, Diego comenzó a notar algo más allá de su destreza mecánica. Clara era inteligente, apasionada por su trabajo y tenía un ingenio que lo desarmaba. Cuando finalmente terminó, se secó las manos en un trapo y le entregó las llaves.
—Listo. Tu auto está como nuevo. —Su sonrisa era genuina y, por primera vez, Diego sintió un calor distinto al del sol en su pecho.
—Gracias, Clara. Siento haber dudado de ti al principio... No fue justo.
Clara se encogió de hombros.
—Estoy acostumbrada. Pero me alegra que lo veas de otra manera ahora.
Diego, dudando si debía continuar, decidió arriesgarse.
—Para compensarlo, ¿te gustaría cenar conmigo esta noche?
Clara lo miró sorprendida, pero no pudo evitar sonreír.
—Si prometes no hablar de autos, tal vez acepte.
Un año después...
El sedán gris volvió a aparecer frente al taller, pero esta vez no era por un problema mecánico. Diego bajó del auto con un ramo de flores y entró al taller, donde Clara estaba ajustando un motor.
—¿Flores? ¿Ahora qué pasó? —bromeó ella, limpiándose las manos.
Diego se acercó, más nervioso que nunca.
—Nada... bueno, algo sí. Solo quería decirte que desde aquel día, el motor de mi vida comenzó a funcionar gracias a ti.
Clara lo miró con ojos brillantes mientras él sacaba una pequeña caja de su bolsillo.
—¿Te casarías conmigo, Clara?
Ella, con las manos aún llenas de grasa, no lo pensó dos veces.
—Claro que sí, Diego. Pero no esperes que me retire del taller.
Ambos rieron mientras se abrazaban. Diego había aprendido que los prejuicios y las expectativas nunca valen más que la autenticidad de alguien. Y Clara había encontrado en Diego a alguien dispuesto a aceptar su esencia sin condiciones.
El taller Rodríguez se convirtió en un símbolo de amor y trabajo en equipo, donde no solo se reparaban autos, sino también corazones.
Fin.
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